Cloisters



Martes, 22 de noviembre de 1988. Nueva York


     Fui al Cloisters en autobús de la M4, el museo anexo al Metropolitan, donde se sitúa en el parque Fort Tyron, de norte al la isla de Manhattan.

     Tardó en llegar 1 hora porque me tenía que bajar dos veces en el trayecto. Parecía que cuando el autobús no llevaba el suficientes número de viajeros, solía llevarlo al cochero y dejaban a los viajeros en la parada para el siguiente. Esa mañana, la temperatura subía hasta 10 grados centígrados y me parecía que el sol estaba muy alto. No se veía ninguna nube en el cielo azul diáfano, que no parecía del cielo metropolitano. La marquesina de la parada estaba rota y había lleno de cristales rotos en la acera. Todos los carteles estaban escritos en español, así que era el Spanish Harlem.
     Me daba impresión de que en Nueva York se cambiaba el aire por cruzar una calle por la otra y por doblar una esquina venía un atmósfera aguda.

     Me preguntó en inglés un anciano que estaba sentado al lado mío que todavía no habíamos llegado a una parada donde él iba bajar. Yo, una turista japonesa, como no entendí todo lo que me preguntaba y le pedí que me repitiera la pregunta, entonces, las mujeres que estaban alrededor, dijeron a la vez el lugar donde tenía que bajar el anciano. Me parecía genial. De todos modos aquí en Nueva York tiene las comunicaciones entre gente, que se hablan aunque no se conocen. Por eso me daba pena por no poder hablar suficientemente en inglés.

     El Cloisters tenía la calefacción. Los arcos del claustro llevaban lunas por donde atraviesa la luz del sol dando luces a las plantas bien colocadas. Al oir el sonido del agua que salía el grifo de la boca de bestia, me aliviaba recordándome de España.  Salí al patio de planta arriba y respiré a hondo.


 Escrito el 12 de febrero de 2012.

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